Época: Barroco8
Inicio: Año 1600
Fin: Año 1700

Antecedente:
La Europa Barroca

(C) Antonio Martínez Ripoll



Comentario

Durante el Seiscientos, la mayoría de los artistas aún trabajaba por encargo, y según contrato, por medio del cual se llegaba a ejercer un control muy extenso e intenso sobre las medidas y el formato de las obras, los materiales y las características de sus elementos: colores, por ejemplo, y por supuesto se fijaba el tema iconográfico y el número de figuras, llegándose incluso a imponer el esquema general de la composición o cualquier tipo de convencionalismo al uso, lo que venía a ser muy corriente en la práctica si se trataba de una obra religiosa o de un retrato.Llegados a este punto, las diferencias empiezan a marcarse entre la Europa de la Reforma y la Europa de la Contrarreforma. Brutalmente tajantes en su fanática iconoclastia, las diferentes iglesias y sectas protestantes (y en grado de superlativa intransigencia, la calvinista) prohibieron las imágenes en la decoración de sus templos, lo que conllevó que en los países y territorios reformados cesaran casi por completo y automáticamente las comisiones de cuadros y esculturas para altares y capillas, y en general todo tipo de encargo relacionado con la ornamentación eclesiástica. Por el contrario, las iglesias y los oratorios católicos se llenaron de pinturas y estatuas hasta convertir sus interiores en verdaderos depósitos artísticos.Las consecuencias fueron obvias, pues mientras los encargos para decorar iglesias y conventos (sobremanera de órdenes religiosas, como las de los jesuitas, teatinos, filipenses, etc.) crecieron enormemente en la Europa católica -aunque imponiendo desde la alta jerarquía una tendencia a la uniformidad iconográfica, ejercida por medio de unos severos controles respecto al decoro y la interpretación de los contenidos temáticos-, los artistas de la Europa protestante perdieron el mayor y más lucrativo campo de actuación, del que hasta ese momento se habían derivado sus mejores contrataciones y del que obtenían la base principal de sus ingresos, viéndose obligados a buscar nuevos clientes y a elaborar nuevas temáticas artísticas que ofertar.En Holanda, a este desinterés por la pintura y la escritura de las iglesias protestantes, debe añadirse la progresiva y acusada tendencia de su clase dirigente, formada en su mayoría por hombres de negocios, reciente y rápidamente enriquecidos, a considerar a la obra de arte como un objeto manufacturado sujeto a leyes comerciales y a la profesión artística como una actividad sometida a las normas y los planteamientos mercantiles. De esta situación se derivaría el hecho de que comercio, exposición y subasta de obras de arte no tuvieran la consideración de fenómenos ocasionales como en el resto de Europa, sino que alcanzarán el nivel de fenómenos sociales.Establecido este sistema, a mediados del siglo XVI, en la ciudad flamenca de Amberes, al ir perdiendo su posición privilegiada de manera cada vez más decisiva durante el siglo XVII, sus principios serían acogidos y codificados por los emprendedores y expertos mercaderes de la holandesa Amsterdam. El floreciente mercado artístico de Amberes, que durante el Quinientos ofrecía al gran público, de manera intermitente, en sus calles y plazas, todo tipo de obras de arte, se convirtió en sistemático a lo largo del Seiscientos en ciudades como Leyden o Amsterdam.Si la primera aplicación de los principios del mercantilismo económico desembocó, en 1540, en la celebración de la primera exposición pública destinada a la venta en el patio de la Bolsa de Amberes, durante el siglo XVII el exacto alcance y carácter de este comercio, basado en la venta por medio de la puja y subasta públicas, alcanzó su plena madurez en las Provincias Unidas del Norte, donde se efectuaron con ritmo más continuado en el patio del Palacio de la Paz de La Haya, en una sala del Ayuntamiento de Leyden o en el entorno de la Bolsa de Amsterdam. Los matices diferenciadores de uno y otro ambiente podemos captarlos en La vista del puerto de Amberes, del flamenco Sebastian Vrancx (Tarbes, Museo Massey), y en La vista de la Bolsa de Amsterdam, del holandés J. A. Berckheyde (Frankfurt, Staedeliches Kunstinstitut).La consecuencia más novedosa fue que el coleccionismo holandés, impuesto por la necesidad de invertir capitales inactivos, alimentaría con sus adquisiciones de pinturas coetáneas y de piezas anticuarias el comercio de obras de arte, principalmente el mercado de liquidación de Amsterdam. Entre las circunstancias que movieron al público holandés a adquirir cuadros y otros objetos artísticos, ocupa un lugar preferente la exigencia burguesa, arraigada en Amsterdam y en Delft, de decorar el hogar según las nuevas exigencias morales y materiales y el nuevo gusto doméstico, derivada de los planteamientos religiosos reformados y éticos burgueses, al margen de toda concepción áulica o cortesana vigente todavía en Inglaterra o en Flandes, y que en el caso holandés sólo encontraría algún eco aislado en los medios de tendencia monárquico-aristocrática de la familia Orange-Nassau.Durante el siglo XVII, en casi todos los hogares neerlandeses colgaban de sus paredes algunos cuadros (no debe exagerarse la cantidad), que en las mansiones patricias llegaban a ser numerosos. En 1641, el viajero e intelectual inglés John Evelyn, con ocasión de una visita a la feria anual de Rotterdam, declarará su asombro al comprobar que "sus habitantes muy a menudo gastaban de doscientos a trescientos florines en cuadros" ("Journal", ed. 1818-19). Otro viajero inglés de la época, Peter Munday, da un perfil de esta nueva y vasta clase pequeño burguesa de compradores y aficionados: "En cuanto al arte de la pintura y al amor de la gente por los cuadros, creo que nadie les supera, habiendo habido en aquel país muchos hombres excelentes en este arte, algunos también hoy, como Rembrandt y otros. En general, todos se esfuerzan por adornar sus casas, en especial la estancia exterior, aquella que da a la calle, con piezas costosas. Ni carniceros ni panaderos están por menos en sus obradores, donde las tienen muy bien expuestas, pero también es frecuente que los herreros, zapateros y otros tengan algún que otro cuadro en su fragua o en su taller. Tal es el general conocimiento, inclinación y deleite que los habitantes de este país tienen por las pinturas" (The Travels... in Europe and Asia: 1608-1667).Pero la visión del bosque no debe impedirnos ver los árboles. A pesar de estas extraordinarias circunstancias, los pintores holandeses no tenían muchas posibilidades de vivir confortablemente con el producto de su actividad artística. Ya desde 1630, el alto nivel medio de los cuadros (generalmente de caballete, es decir, de pequeño tamaño y con temas como los paisajes, los interiores domésticos, etc.), colocados de continuo en el mercado, terminaron por saturarlo tanto en calidad como en número, provocando de inmediato una baja generalizada. y sostenida del nivel de los precios. Esta acusada tendencia a la baja dominó el comercio holandés de obras de arte, y de ahí el que obras como La Ronda de Noche de Rembrandt tan sólo se tasara en 1.600 florines, que una Vista de La Haya de Van Goyen nunca superase el valor tope de 600 florines, , o que tres retratos de la mano de Van Steen fueran cotizados en únicamente 27 florines.Estas bajas valoraciones terminaron por provocar la falta de numerario entre los artistas, lo que les abocó a malvender sus obras o a utilizarlas como moneda de cambio y trueque para el pago de terrenos, casas o cualquier otro bien de primera necesidad, e incluso al ejercicio de otras actividades más lucrativas, que simultaneaban con el ejercicio artístico. Así, Van Steen, en sus últimos años, combinó su profesión de pintor con la actividad más lucrativa de hotelero; P. de Hooch entró como pintor y sirviente de un rico fabricante de tejidos de Delft; J. van Goyen, además de marchante de arte, fue un especulador inmobiliario y un comerciante de bulbos de tulipán, y M. Hobbema trabajó como aforador de vino en la Oficina de Impuestos de Amsterdam.De esta forma, casi imperceptiblemente, aprovechándose de las necesidades más perentorias que ahogaban el vivir cotidiano de los artistas, el comerciante terminó por dominar la contratación de obras de arte y convertirse en el eje de las relaciones entre el artista y el público. Los artistas terminarían trabajando en exclusiva para un solo marchante, que les ordenaba el trabajo y al que quedaban ligados por contrato público, obligándose a entregarles toda su producción, sobre la que se habían especificado de manera minuciosa todos los extremos: número de cuadros, dimensiones, materiales, temas.Consecuencia evidente fue la regulación de las ventas. Es así que las ventas, privadas o públicas, de todo tipo de pinturas vinieron a ser reguladas por las ordenanzas de las Corporaciones de pintores de cada localidad donde se ponían a la venta, controlando los intereses y las relaciones entre público y ambiente artístico, cuidando tanto de fijar la calidad de las obras como de controlar el nivel moral de los cuadros. Artistas o marchantes de artes debían estar inscritos como miembros de las Corporaciones de Delft o Utrecht (las más rígidas), de Amsterdam o Leyden (más laxas en la aplicación de las normas) para poder comerciar, comprando y vendiendo pinturas, aunque en la práctica tal inconveniente podía subsanarse pagando las consabidas tasas. Con estos procedimientos, lo que empezó siendo un elemento que facilitó y activó el intercambio terminó por convertirse en un factor de freno para la creación artística. A veces, los propios artistas tomaron la iniciativa de vender su propia obra, organizando por su cuenta y riesgo subastas públicas, y ello a sabiendas de que les podría acarrear, como en Haarlem, la expresa prohibición para el ejercicio profesional durante seis años.En este mundo burgués, tan rígidamente codificado por las normas del mercantilismo económico, pocos mecenas podía haber. Con todo, alguno hubo, como los amigos y protectores de Rembrandt, Jan Six y Constantin Huyghens, aunque en la mayoría privó mucho más su marchamo nato de comerciantes que su condición de aficionados al arte. Así, Johannes de Renialme y Herman Becker, por ejemplo, que actuaron más como prestamistas que como mecenas, enriqueciéndose hasta cotas insospechadas y terminando por ejercer una enorme influencia. Becker, por ejemplo, prestaba y anticipaba dinero a los pintores, que se veían obligados a liquidar sus deudas poco a poco con sus obras. Es el procedimiento que Rembrandt se vio abocado a emplear para subsistir, eludiendo a sus acreedores. Pero, el negocio es el negocio, y la fruición estética no es productiva: Becker, haciendo una brutal competencia a los mercaderes de pintura, terminaba comerciando con los cuadros así obtenidos y aumentando sus ganancias.